Eternal (Selfless) (*)

A un tiburón financiero de Nueva York, que tiene la ciudad a sus pies, le quedan pocos meses de vida. Su única esperanza pasa por ponerse en manos de un costoso avance médico en el que su cerebro es traspasado a un cuerpo mucho más joven y sano. Sin embargo, la posibilidad de la vida eterna también tiene su precio.
Después de haber consiguió éxitos de taquilla con largometrajes como Infectados o Los últimos días, los hermanos barceloneses Álex y David Pastor crearon esta historia de corte fantástico, aunada con el thriller, que se puso en manos de Tarsem Singh, responsable de Blancanieves (Mirror, Mirror).
Desde siempre, el hombre tiene fijación por la inmortalidad o, cuando menos, de prolongar su existencia. Hace más de tres décadas que Alberto Vázquez Figueroa se refirió en una de sus novelas a la posibilidad de clonación para que pudiéramos permanecer siempre jóvenes. Luego, el cine nos legó incontables ejemplos, pero los hermanos Pastor dan una vuelta de turca con la posibilidad de que un enfermo terminal pueda trasplantar su cerebro a un cuerpo sano y mucho más jóven.
El inicio del film nos muestra a Damian Hale –Ben Kingsley-, acompañado de Martin –Victor Garber-como un personaje frío y sin escrúpulos, que tiene a la ciudad de Nueva York en sus manos. Vice en un auténtico palacio y es padre de una hija, Claire –Michelle Dockery-, que está al frente de una ONG y a la que no ve desde hace años. De todas formas, sabe que no durará mucho. Un cáncer terminal terminará con su vida en menos de seis meses. Por eso, a cambio de 250 millones de dólares, decide ponerse en manos de un científico de métodos ocultos. El Profesor Albright –Matthew Gode- le proporciona un cuerpo nuevo –Ryan Reynolds-, teóricamente logrado en un laboratorio. Se trata de un procedimiento arcano conocido como la muda.
Con su nueva identidad únicamente debe preocuparse de tomar una píldora a diario ya que si olvida este tratamiento aparecerán efectos secundarios, principalmente ligados a unas alucinaciones aparentemente inconexas. Cuando Hale investiga la procedencia de las mismas se da cuenta de que los cuerpos utilizados para el experimento pertenecen a personas reales y que, en su caso, la nueva identidad que le han proporcionado, corresponde a la de Edward, un cabeza de familia felizmente casado con una mujer latina –Natalie Martínez- y padre de una niña que tiene, aproximadamente, la misma edad de Claire cuando se alejó de ella.
El punto de partida es magnífico, y hasta sobrecogedor. La posibilidad que ofrece el argumento para una disección de la mente humana ante la posibilidad de continuar su existencia, aunque con otra identidad, conservando los conocimientos adquiridos pero siendo tres décadas más joven, es inmensa. En un plano menos técnico, John Frankenheimer estuvo a punto de ganar la Palma de Oro en Cannes gracias a Plan diabólico, pero todas las expectativas que se ofrecen en el arranque no tardan en arrojarse a la basura.
La acción se traslada a Nueva Orleáns, donde tiene lugar la muda. El protagonista es vigilado sin que él lo sepa por la organización de Albright, hasta que decide tomar las riendas en un intento que se antoja propicio para recuperar al poco expresivo Ryan Reynolds para el cine de acción. De una historia con un peso específico elevado pasamos a cinta convencional de persecuciones y tiroteos que, ni tan siquiera, aporta alguna eficiencia al género.
Lo que más nos llama la atención es que, aunque Damian Hale sigue conservando sus conocimientos, sus amigos y hasta su dinero, su forma de pensar no tiene nada que ver con la mostrada antes del experimento. No queda nada de aquel tiburón que manejaba a su antojo los hilos municipales de la Gran Manzana. Parece como si se hubiera ablandado y tuviese necesidad de utilizar su nuevo cuerpo para convertirse en un joven desmadrado de buenos sentimientos, lo que desemboca en un final rosa pero poco creíble. Especialmente, si nos atenemos a la secuencia inicial.