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Esperando al rey (A Hologram for the King) (**)

30 junio 2016

En 2010, antes de la primavera árabe y en medio de la crisis económica, un ejecutivo norteamericano en horas bajas viaja a Arabia Saudí. Su deseo es ver al monarca y presentarle un novedoso sistema de teleconferencias por medio de hologramas. Las costumbres locales chocan frontalmente con las habituales del recién llegado.

El cineasta germano Tom Tykwer sigue acumulando récords. Corre, Lola, corre -1998-, fue un hito de recaudación en su país y ahora ha conseguido que su último trabajo, basado en la novela de Dave Eggers, sea la película menos taquillera protagonizada por Tom Hanks desde Mil veces adiós –Every Time We Said Goodbye., que data de 1986. Con el californiano había trabajado anteriormente en El atlas de las nubes -2012-, cuando codirigió junto a los Hermanos Wachowski.

Suponemos, porque no hemos leído la fuente literaria, que el texto de Eggers es mucho más explícito que el film, que las diferencias de costumbres resultan más evidentes y lógicas, y que el personaje central está  mucho mejor construido. Lo cierto es que, a lo largo de la proyección tenemos que suponer muchas cosas, o al menos deducirlas, porque no quedan nada claras. La acción se desarrolla en 2010, antes de la primavera árabe y dos años después de que estallase la crisis financiera que desembocó en una recesión a escala mundial.

Alan Clay –Tom Hanks-, un ejecutivo norteamericano en horas bajas es enviado a Arabia Saudí para presentar al rey un sistema de teleconferencias por medio de hologramas. Tiempo atrás, consiguió posicionar con éxito una línea de bicicletas, pero tuvo que despedir a todos los empleados cuando en China los costes eran mucho más baratos, lo que culminó con que los orientales presentaran un producto similar a mucho menor precio. Su padre, Ron –Tom Skerritt-, nunca se lo perdonó.

Ahora llega a Oriente Medio con la misión clara de convencer al monarca con el único mérito de que una vez coincidió en unos lavabos con su sobrino.  Afectado por el jet lag y las costumbres locales, tanto él como su equipo parecen estar poco menos que en la Luna. Un taxista llamado Yousef –Alexander Black- representa su contrapunto y quien, de alguna manera, le sitúa en la realidad más allá del establecimiento hotelero perteneciente a una cadena occidental. Entre flashbacks y situaciones esperpénticas, la historia no parece avanzar porque lo hace mal o a trompicones para meter un acelerón casi desbocado en los últimos diez minutos.

Los norteamericanos trabajan en una carpa en medio de la nada donde no cuentan con wifi, ni con aire acondicionado ni con comida. En la MEC –Metrópolis of Economy and Trade-, una versión libre de la Ciudad Económica del rey Abdullah- se levantará una gran urbe que, en 2025, dará cobijo a más de un millón de personas. Ahora mismo sólo hay arena donde no crece ni la retama y un par de edificios a medio construir algunos de cuyos despachos son auténticos oasis.

El rey ni está ni se le espera. Su mano derecha, Karim Al-Ahmed –Khalid Laith- es tan escurridizo como su recepcionista, al tiempo que se añaden relaciones de pareja que parecen más metidas a calzador que analizadas con sentido. Alan Clay sufre un cúmulo de reveses, tanto profesionales como sentimentales. Está en proceso de divorcio, aunque se mantiene conectado con su hija Kit –Tracey Fairaway- a través de los enlaces informáticos. De repente, es invitado a una fiesta que se parece mucho más a una orgía por Hanne –Sidse Babett Knudsen-, una supuesta asesora real de origen nórdico,. El protagonista rechaza sus proposiciones, pero se siente atraído por la doctora Zahra –Sarita Choudhury-, que le trata de un lipoma en su espalda que muestra células cancerígenas. La fuga de ambos a la playa es tan entrañable como difícil de creer, al igual que el resto del film.

El choque de culturas, que debería ser dramático, o mucho más gracioso, no se muestra con la inteligencia que debiera para sacarle el máximo partido, aun a pesar de los esfuerzos de Tykwer, que en algunos pasajes también se deja llevar por el histrionismo. El film resulta inocente y tan ecléctico como la música que Yousef hace sonar en su taxi cuando sube su mejor cliente en esos días, y que pasa de Chicago Transit Authority a Electric Light Orchestra, pasando por ritmos orientales y temas reggae. Todo ello para que el final se insista en que los chinos copian cualquier avance industrial o tecnológico y lo ofrecen más barato.

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