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Berberian Sound Studio (**)

26 julio 2016

Un ingeniero de sonido británico es reclamado por el italiano Berberian Sound Studio de toda Italia para que se encargase de aportar su experiencia a una película de terror. El recién llegado pronto quedará absorbido por actores maniáticos, un director y un productor a cual más caprichoso, y una burocracia insostenible.

Dos de los cuatro largometrajes dirigidos hasta el momento por el británico Peter Strickland coinciden en estos momentos en nuestra cartelera. El más antiguo es el protagonizado por Toby Jones, en el primer papel principal de su carrera, televisión al margen, después de más de medio centenar de películas y a pesar de poseer un rostro inolvidable. El cineasta, aclamado por un público devoto, suele firmar productos narcisistas, en los que se mira demasiado al ombligo, y culmina obras que para la gran mayoría del público, a pesar de su originalidad, resultan lentas, obsesivas y hasta cierto punto reiterativas. De todas ellas, la que nos ocupa es la más críptica.

Un tímido y misógino ingeniero de sonido inglés llamado Gilderoy –Toby Jones- es reclamado por el estudio de posproducción más barato y sórdido de toda Italia. Se necesita su concurso para aderezar el último largometraje de Giancarlo Santini –Antonio Mancino-. El recién llegado piensa que trabajará en una película de caballos, pero se trata realmente de una propuesta de terror por mucho que su responsable y el productor Franceso Coraggio –Cosimo Fausto- insistan en que se trata de una obra de autor.

Las costumbres, bastante milimetradas de Gilderoy chocan con las de sus empleadores. También con las actrices que doblan a las protagonistas del film, Silvia –Fatma Mohamed- y Claudia –Eugenia Caruso-. Por si fuera poco, se encuentra con un ambiente machista y de explotación femenina que le resultan bastante ajenos, así como con una burocracia que no entiende ni puede controlar. Tanto es así que se niegan a abonarle el precio del billete de avión porque insisten en que su vuelo jamás existió.

Aunque su trabajo es notable, paulatinamente, Gilderoy se va transformando. Se acerca cada vez más al tipo de personas con las que trabaja, modifica su vestuario y hasta sus expresiones, al tiempo que sufre una serie de pesadillas que le afectarán definitivamente hasta el punto de pensar que se encuentra dentro del rodaje de su propia vida. Con un final excesivamente abierto, la mayor grandeza de su puesta en escena radica en que se trata de poner en pie una película de terror en la que no se ve ni una sola gota de sangre.

La cinta rinde un evidente homenaje a las producciones que en los años setenta se hicieron muy populares en Italia con el nombre de giallo, antecedente del slasher y un subgénero que se abastecía tanto del thriller como de la más pura esencia del género de terror. Una de sus figuras más representativas, Dario Argento, firmó en 2009 un largometraje con el mismo título protagonizado por Adrien Brody, Emmanuelle Seigner y Elsa Pataky. Por su parte, Strickland rinde igualmente tributo a David Lynch y su aclamada Mulholland Drive, especialmente en la parte final de su guion.

La propuesta pasa por un intento de terror psicológico partiendo de la posproducción de sonido de un film imaginario. Las actrices doblan lo que sucede en la pantalla, imágenes a las que el espectador no tiene acceso. Gritan, susurran y se estremecen a tenor del guion y siguiendo una planilla como se utilizaban entonces, en las que se apuntaban todas las secuencias trabajas en el estudio. A su vez, los especialistas de sonido, de los que no era ajeno el propio Gilderoy, utilizaban todos sus trucos para hacer creíble la historia. Cortar una sandía asemejaba un hachazo y tronchar unos rábanos equivalía a romper el cuello de cualquier personaje.

Se usaba la imaginación y casi siempre se conseguían sonidos mucho más adecuados que los de ahora, en plena era digital. En este aspecto resulta reconfortante ver los juegos malabares que se efectuaban ante el micrófono con diversas frutas y verduras. Como los especialistas radiofónicos, que utilizaban conchas marinas para emular el galope de los caballos en los seriales. Realmente, interesa más el cómo que cualquier otra propuesta. Dejando aparte los magníficos contraluces a cargo de Nic Knowland, el director de fotografía, el resto se nos antoja demasiado fatuo, incluido los personajes, de los que se salva en parte Gilderoy gracias a la espléndida labor interpretativa de Toby Jones, una actor digno de mayores empresas.

En algunos aspectos, la cinta ha quedado tan desfasada como la época a la que nos retrotrae. Sería un magnífico ejemplo parea una proyección en cualquier circuito de arte y ensayo o en cineclubes progres de hace treinta o cuarenta años. Entonces, podría elevarse a la categoría de una película de culto; ahora, no pasa de constituir una cinta curiosa, hedonista, muy celebrada para sus adeptos y mucho menos importante para los demás.

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