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Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake) (***)

28 octubre 2016

Un carpintero británico de 59 años sufre un ataque al corazón. Su médico le dice que no debe trabajar porque un esfuerzo podría resultarle fatal, pero la administración entiende que no puede incapacitarle y lo declara apto. Un día conoce a una joven, madre soltera, que también se encuentra en el umbral de la pobreza.

La denuncia es el argumento principal de este film. Principalmente, la ejercida contra la burocracia, centrada fundamentalmente en las trabas que impone cualquier administración en lo que se refiere a subsidios e incapacidades. También hay lugar para las nuevas tecnologías. El guion de Paul Laverty, el noveno escrito para Ken Loach, sirvió para ganar la Palma de Oro en Cannes, reverdeciendo los laureles conseguidos en 2006 con El viento que agita la cebada –The Wind That Shakes the Barley-. En este caso, también se critica a las políticas conservadoras y al excesivo uno se Internet, que ha venido a sustituir y no a complementar los métodos tradicionales.

Daniel Blake es un carpintero viudo de 59 años que vive en Newcastle y que acaba de sufrir un infarto. Su médico no le aconseja trabajar por lo que solicita una incapacidad permanente. La empresa encargada de la evaluación, privatizada por el Gobierno, entiende que no cumple los requisitos para ello ya que, prácticamente, puede hacer vida normal. También se cuestiona su incorporación al subsidio de desempleo, ya que tiene que buscar trabajo y demostrar que lo hace a través de fotografías, teléfono móvil o redes sociales. El personaje encarnado por Dave Johns en su primer largometraje, se encuentra en una auténtica encrucijada.

Hasta entonces, se había mostrado como un cascarrabias intransigente, y así lo demostraba con su vecino China –Kema Sikazwe-, o con aquel otro que no recogía los excrementos de su perro. Ahora, su situación le obliga a vender prácticamente todo el contenido de su piso a excepción de su caja de herramientas y de un adorno que le trae muchos recuerdos. Su válvula de escape es Katie –Hayley Squires-, una mujer soltera y madre de dos hijos, Daisy –Brianna Shann- y Dylan –Dylan McKiernan-. Después de vivir de la caridad en Londres, a ella le adjudicaron un piso en Newcastle aunque las opciones de encontrar trabajo y sacar adelante a su familia son ínfimas.

Loach toca la vena sensible del espectador y le conmueve sin atisbar alguna salida posible para sus personajes. A Katie la condena a la prostitución y a Daniel lo sume en la desesperanza, en un callejón sin salida. El desarrollo de la historia no ofrece grandes alternativas ni apenas depara sorpresas. Todo es previsible, incluso su final. Tampoco el veterano director arriesga con su propuesta. Sus planos suelen ser cerrados y la planificación total es demasiado académica, decantándose por secuencias construidas mediante planos fijos.

Todo lo demás, supera esos dos pilares. La interpretación, de la que se encargan actores prácticamente debutantes en todo su elenco, da lustre al largometraje, así como la sátira que arranca alguna que otra sonrisa y apenas elude cualquier circunstancia alimentada por su trama principal: los absurdos de la administración y las trabas con que se encuentran las personas mayores a la hora de enfrentarse a las nuevas tecnologías. Por ejemplo, las llamadas a teléfonos de pago en los que esperas durante muchos minutos a ser atendido mientras suena una música machacona y, de forma intermitente, aducen que todos los operadores están ocupados y te animan a que sigas pegado al auricular o vuelvas a llamar más adelante.

Mariano José de Larra, probablemente habría escrito algo parecido, destacando la labor de los empleados administrativos que están allí para decirte que hay que cumplir las normas o que el problema que se plantea no pertenece a su negociado.  Los personajes, tristemente condenados tras su primer tropiezo,  podrían entroncar con los descritos en las obras del neorrealismo italiano. Posiblemente, un Charles Dickens moderno reflejaría de forma semejante la penuria de esos seres desgraciados en el umbral de la pobreza, sin apenas esperanza. A su autor le gusta llevar todo hasta sus últimas consecuencias y de la manera más descarnada. En este aspecto, Techo y comida, de Juan Miguel del Castillo, se volcaba más en la humanidad que en este caso sólo enarbolan dos personas unidas por el infortunio. Una vez más, Loach denuncia, critica, incluso toma partido, pero no aporta soluciones aunque todos, en nuestro fuero interno, creemos tenerlas.

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