Después de la tormenta (Umi yori mo mada fukaku) (***)

La existencia de Ryotta no encuentra el punto de inflexión para salir de un profundo bache. Fue un escritor de éxito, pero no ha remontado el vuelo desde su primera novela. El dinero que gana en una agencia de detectives privados lo emplea en apuestas deportivas y no puede satisfacer la manutención de su hijo. Sin embargo, está dispuesto a revertir la situación.
Pocos cineastas como Hirokazu Koreeda tienen la habilidad de contarnos de manera tan apasionante historias sencillas. Sucesos que afectan al microcosmos familiar y que fuera de él apenas tienen recorrido pero que, sin embargo, resultan asombrosamente comprensibles y cercanas. El realizador de Tokio, abanderado del cine de autor en su país, hubiera encajado perfectamente en la nouvelle vague si hubiera nacido en Francia unas décadas antes. Su forma de meter el bisturí en las relaciones familiares es tan aguda y precisa como la efectuada por Eric Rhomer con respecto a la conducta de sus personajes. El cine de ambos es tan sencillo como perspicaz.
Para su última puesta en escena, Koreeda apostó por Hiroshi Abe ocho años después de Caminando –Still Walking-. Encarna a Ryota, un escritor de imponente altura física, aunque no tanto intelectualmente. Triunfó con su primera novela, pero las apuestas se han llevado todos sus ingresos. Incluso los de su empleo ocasional en una agencia de detectives. Por eso no puede pasar la asignación mensual de su hijo Shingo –Taiyô Yoshizawa -a su ex esposa, Kyoko –Yôko Maki-. Tras la muerte de su padre, que fue quien le inculcó los malos hábitos, regresa a la casa de su madre, Shinoda –Kirin Kiki-, pero apenas hay algo que recoger o empeñar. Su hermana -Satomi Kobayashi- no se fía de él, ni comparte la teoría de su madre de que los grandes talentos despiertan tarde. Una afirmación que contradice la dice su profesor de música.
Al tiempo que inicia a su hijo de once años en las apuestas, Ryotta pretende dar un giro a su vida. En sus actos no hay signos positivos de que pueda enmendar su vida. Es el clásico fatalismo del autor, principalmente en sus primeras obras, aunque poco a poco se haya ido dulcificando. La llegada de un nuevo tifón, el vigésimo cuatro de una temporada especialmente prolífica en este sentido, será clave en el desenlace de la historia. El aire y la lluvia desatados obligan a que los personajes principales pasen la noche en casa de Shinoda, quien intenta reconciliar sin éxito a su hijo y a su ex nuera.
Los hechos del pasado, nuevamente se repiten. Si antaño fue Ryota quien pasó la furia de un tifón junto a su padre en una atracción con forma de pulpo, que ahora está cerrada, esta vez es él quien lleva a su hijo a su interior antes de que la tormenta alcance su máxima virulencia. De esta forma pretende resolver Koreeda el conflicto planteado de inicio, cuando su protagonista acude a casa de su madre para hacerse con todo lo susceptible de ser empeñado, en el mismo local donde lo hacía su padre, para seguir apostando con la ilusión de recuperar el suficiente dinero como para satisfacer sus deudas.
El autor trabaja desde la distancia. Ryota no se acerca en ningún momento al espectador. Se sitúa entre lo execrable y el egoísmo más absoluto. No es un personaje para identificarse con él. Lo asume su propia familia ya que, la novela triunfadora, por mucho que él intente negarlo, airea las miserias de los suyos. De ahí que no convenza. Ni siquiera con la justificación de que su padre influyó en él de la misma forma que ahora lo hace con su hijo. Tampoco su progenitor era un personaje amable o querido. Su esposa vuelve a sonreír en su estado de viuda y entiende que está mejor sin él.
Esos momentos de repulsa a los suyos los tiñe Koreeda de un cierto humor ácido que sirven para quitar hierro a su exposición. De todas formas, no consigue superar sus dos últimas puestas en escena, especialmente de tal palo, tal hijo-, su mejor trabajo en lo que va de década, y del que recupera al actor Lily Franky. Esta historia parece más ligera por mucho que el drama familiar sea importante. El desapego de los protagonistas se transmite al patio de butacas y la ausencia de calor habitual en el cineasta todavía se acrecienta más en esta producción.