El jugador de ajedrez (*1/2)

Diego Padilla conoce a la que será su esposa el mismo día que se proclama campeón de España de ajedrez. Tras la Guerra Civil, ella le convence de marchar juntos con su hija a París, donde sufrirán la invasión nazi. Acusado de espía, el protagonista será confinado en una prisión de la que sólo la muerte parece la única salida.
Fue en la década pasada, concretamente en 2009, cuando el madrileño Julio Castedo publicó El jugador de ajedrez, reeditado ahora, cuando la adaptación cinematográfica escrita por él mismo ha desfilado por el Festival de Málaga y se apresta a su estreno en salas comerciales. Luis Oliveros, realizador de la televisiva El ángel de Budapest, firma de esta forma su segundo largometraje tras la decepcionante Pata negra -2001-. Esta vez ha dispuesto de un reparto internacional, con una producción llamativa y un diseño de vestuario que destaca tanto cuando la historia se desarrolla en España como cuando tiene lugar en Francia.
Diego Padilla –Marc Clotet- juega con negras la partida de ajedrez que decide el título de campeón de España. Entre los periodistas acreditados se encuentra Javier Sánchez –Alejo Saura-, hasta quien se acerca Marianne Latour –Melina Matthews-, una bella mujer francesa. Los tres celebran la victoria de Diego por quien la joven está más que interesada. Tras desposarse, su primogénita nace en la capital de España, durante la Guerra Civil, donde combate Javier defendiendo las filas republicanas.
Una vez concluida la contienda, Diego, que nunca ha querido inmiscuirse en política, se ve acosado por varios frentes. Percibe un mísero sueldo como maestro de ajedrez a militares de alta graduación, entre ellos el comandante Hernández –Pau Durà-, quien le insta a alistarse en la Falange y optar nuevamente al título nacional. La mistad con Javier le sitúa en una posición problemática, mientras que Marianne le aconseja marcharse a Francia, donde su amigo Pierre Boileau –Lionel Auguste-, un terrateniente borgoñés, puede ayudarles.
En París no mejora la situación, puesto que la ocupación nazi y una denuncia anónima dan con el protagonista en una celda común del cuartel de las SS en la capital francesa, de donde nadie sale si no es para ser fusilado. Tras sufrir distintas vejaciones por parte del sargento Kauffaman –Mike Hoffmann- conoce a otro prisionero español –Andrés Gertrúdix-, quien le ayuda a sobrellevar el martirio. Finalmente, su situación se suaviza cuando el hedonista coronel Maier –Stefan Weinert- le solicita para competir ante el tablero de escaques.
La novela original describe las más bajas pasiones, pero también resalta el valor de la amistad y la compasión, que obliga a su protagonista a tomar una decisión dolorosa ante una elección excepcionalmente comprometida. Diego Padilla es un hombre bueno, que no rehúye los problemas aunque prefiere no encontrárselos de cara. Se casa por amor y por amor abandona la ciudad en la que nació y triunfó. Sale de una guerra para meterse en otra, pero que también la lleva consigo. Y en todos los casos, sin pretenderlo. Quiere mantenerse al margen pero le resulta imposible.
En la película se adivinan más que se describen los sentimientos y las relaciones humanas. A los personajes les falta profundidad y sus reacciones, justificadas en la historia, parece que en la pantalla son más viscerales que lógicas. Las adaptaciones literarias son difíciles, sobre todo cuando se pretende contar todo lo que se describe en la novela. Muchas veces, es mejor que alguien externo se encargue de ese trabajo porque, como sucede en este caso, hay secuencias que cinematográficamente se nos antojan inocuas mientras que otras deberían ser bastante menos esquemáticas.
Nace el argumento con un flechazo difícil de justificar en la forma, aunque Luis Oliveros muestra unas imágenes muy atractivas, en especial cuando los dos amantes se abrazan y bailan bajo la lluvia. Se pasa muy de puntillas por la Guerra Civil y las imágenes de un París dominado por los nazis no muestran unos efectos visuales sorprendentes. La película mejora en todos los sentidos cuando Diego es apresado, aunque durante toda la función se manifiesta un regusto a folletín difícil de desechar. Su conjunto se ajusta a las normas de las emisiones televisivas de sobremesa, aunque su producción artística y su vestuario, en especial el de Melina Matthews, así como la partitura de Alejandro Vivas la dignifiquen.