Dede (**1/2)

Mujeres frente a la tradición
David y Gegi regresan de la guerra al pueblo del primero, donde vive la prometida del primero y también la mujer de la que se ha enamorado su amigo. Amabas son la misma persona, lo que acarrea una serie de conflictos y derramamiento de sangre que enfrenta a las mujeres con las más profundas tradiciones del lugar.
Tradición frente a progreso. Esa es la disyuntiva que nos ofrece la georgiana Marian Khatchvani en su primera película. La acción se desarrolla en el interior del país y se centra en dos pequeñas aldeas cuyos habitantes siguen a rajatabla ritos ancestrales. Los tiempos han cambiado. Estamos en 1992, al término de la guerra que sacudió la región tras la escisión de la URSS. Unos camiones con secuelas del conflicto atestiguan una modernidad que se olvidará en cuanto sus ocupantes, David y Gegi –George Babluani-, que salvó la vida a su amigo, quien desde entonces le considera su hermano, se dirigen a la casa del primero.
David va en busca de su prometida, Dina –Natia Vibliani-, cuyo compromiso fue pactado antes de que él acudiera al frente. En la misma aldea vive una mujer que dejó prendado a Gegi. Desconoce su nombre, pero no ha podido olvidarla. Ambas mujeres resultan ser la misma y Dina confiesa al forastero que no ama a su prometido. Romper el compromiso nupcial dejaría en mal lugar a las dos familias de los novios. En una comunidad profundamente religiosa como la que nos ocupa, y de tradiciones tan arraigadas, aconseja que no se den pasos atrás.
Un día que salen de caza, David termina disparándose. La comunidad acusa a Gegi, pero hay un testigo del incidente que corrobora el suicidio. Lo juran ante el icono de un venerado San Jorge y encontramos, cinco años después, a Dina casada con el amor de su vida, en la localidad de éste, y siendo madre de un niño. Su cuñada es raptada en una de esas acciones transmitidas de generación en generación que, al producirse, suponen la antesala del matrimonio. Poco después, Gegi es asesinado y su viuda se debate entre permanecer célibe, incluso ausentándose de la casa donde vive con su suegro, o aceptar la proposición de Girshel, quien ha estado enamorado de ella desde que eran niños.
Lo que no se puede conseguir por las buenas puede alcanzarse con la violencia. Eso piensan por los alrededores, y también el propio Girshel, quien envía una bala envuelta en un paño negro al jardín en el que vive la protagonista. Malos augurios: boda o más sangre derramada. A pesar de la religiosidad que emana del ambiente, ciertos usos ancestrales, que chocan frontalmente con las creencias de sus habitantes, siguen conservándose hasta conformar una auténtica doctrina. Esa circunstancia implica que uno de los personajes, un sacerdote con no demasiados años llegue a exclamar que algunas costumbres son buenas, algunas deberían olvidarse.
En ese contexto, al pie de las nevadas montañas caucásicas, donde casi siempre parece invierno, Dina emerge como una persona que desea hacer frente a la opresión femenina. Es una luchadora que se rige por lo que considera justo y no por unas obligaciones seculares que entiende como perversas. El hecho de que la directora sea una mujer ayuda a trasplantar esa idea a la pantalla. Lo cierto es que, en ese aspecto, llega nítida al espectador. Lo hace aunque la labor artesanal de su responsable sea bastante convencional y poco arriesgada. Como si ya tuviera bastante para remover conciencias con la personalidad de su personaje principal.
En la zona, próxima a entrar en el siglo XXI, el transporte más utilizado era el caballo. Los vehículos a motor se difuminan con la primera secuencia. Si se precisa un medicamento especial hay que desplazarse a un lugar más poblado y de mayor progreso, aunque eso signifique transitar a pie durante más de una jornada por un paisaje nevado, que cubre hasta la cintura, o incluso más. La caza y el pequeño huerto de cada cual es el principal modo de vida, así como la ganadería que pueda mantenerse. Los hombres cargan sus escopetas al hombro; las mujeres ordeñan diariamente las vacas.
Ni rastro de la guerra, ni siquiera un mal recuerdo de los días de dominación soviética. El tiempo parece haberse detenido en esos lugares apartados de casi todo, sin televisión, ordenadores o cualquier otro signo de progreso. Una vida medieval con costumbres ancestrales y usos obsoletos. En estos días donde la aldea global es un referente, todavía subsisten comunidades ancladas en el pasado, y no la tenemos tan lejos. La cinta de Marian Khatchvani, más que una denuncia, al margen de los sentimientos y derechos femeninos, es una exposición de los hechos. Ejerce casi siempre de mera observadora y ese es un mérito que figura en su haber.