Nos vemos allá arriba (Au revoir là-haut) (***)

Los límites de la culpabilidad
A la conclusión de la Primera Guerra Mundial, dos supervivientes del conflicto montan una estafa que afecta a los monumentos para honrar a los caídos en combate. Se trata de un gran ilustrador y de un avispado contable que en la Francia de los años 20 consiguieron aunar la delincuencia con la espectacularidad.
En esta producción hay que tener en cuenta dos factores determinantes. Por una parte, la novela de Pierre Lemaitre, ganadora del Premio Goncourt, y de otra la visión de un cineasta como Albert Dupontel, que consigue la mejor película de su filmografía y lo consagra como uno de los creadores franceses más interesantes del momento. Otra cosa es que su empecinamiento por protagonizar sus propios filmes le reste algo de mérito al conjunto, ya que su aportación es mucho más reseñable detrás de las cámaras.
La historia es narrada por el propio protagonista. Tras ser detenido, Albert Maillard –Albert Dupontel- relata cómo llegó a esa situación. Tiene que referirse a su participación en el frente y a la actividad posterior, tras el cese del conflicto bélico. Participó en una estafa que comprometía a los posibles monumentos para honrar a los caídos de la Primera Guerra Mundial. Un delito que afectó, incluso, al mismísimo presidente, Marcel Péricourt –Niels Arestrup-. Además de Maillard estaba implicado el hijo de aquel, Edouard Péricourt –Nahuel Pérez Biscayart-, y la pequeña Pauline –Mélanie Thierry-, una huérfana por la que ofrecieron una cierta cantidad de dinero a quien cuidaba de ella hasta ese instante.
La oficialidad del alto el fuego se esperaba en las próximas horas cuando llega la orden del cese de hostilidades a la trinchera que tutelaba el teniente Henri d’Aulnay-Pradelle –Laurent Lafitte-. El oficial, nacido para el combate, hace caso omiso y ordena a dos soldados ir de avanzadilla. Tras caer malheridos, manda un ataque indiscriminado. Es entonces cuando Maillard comprueba que sus dos compatriotas han sido abatidos por la espalda y que fue el propio Pradelle quien disparó. Ahora se encuentra en el mismo punto de mira, no tardando en caer dentro de una trinchera bajo un caballo muerto. Edouard Péricourt lo devolverá a la superficie justo en el momento en que la artillería enemiga le destroza la parte inferior de su cara.
Edouard, un artista con el dibujo, nunca se llevó bien con su padre debido a sus caprichos y a su inclinación homosexual. Prefería la muerte antes de que llegar a su casa en el estado en que se encontraba. Maillard se preocupó de modificar su identidad, dándole por muerto. Con los dibujos de su amigo, que ya preparaba diferentes máscaras para presentarse en sociedad, y la pequeña Pauline haciendo de intérprete de sus sonidos y sus gestos, comenzaron a acumular dinero con sus estafas después del impulso inicial aportado por Maillard cuando fue colocado por el mismo presidente en un banco como contable. Desviaba dinero para sí de las imposiciones de los clientes.
No era ajeno a las corruptelas el propio Pradelle, que se terminaría casando por conveniencia con la hermana de Edouard, Madeleine Pericourt –Émilie Dequenne-. Un auténtico superviviente que protagoniza uno de los sucesos históricos relatados en la novela de Lamaitre, que ha coescrito el guion del largometraje. Se refiere al tráfico de ataúdes que tuvo lugar a la conclusión de la guerra. En cuanto al título, tiene que ver con una frase real. Figuraba en la última carta escrita a su esposa por Jean Blanchard, quien parece ser que fue injustamente fusilado.
La historia es, cuando menos curiosa. Incluso podríamos decir que adictiva. Contiene muchos rasgos que la entroncan con la novela picaresca, pero que también se ajustan a la más pura tradición de la literatura francesa. El personaje de Edouard, con sus máscaras, tiene un poco del personaje más reconocido de Gastón Leroux, pero también de Fantomas. Las caretas comienzan protegiéndose para terminar siendo una seña de identidad que expresaba su estado de ánimo. Si al principio se podría pensar en una máscara tipo veneciana, el propio personaje y sus diseños evolucionan al unísono.
La fotografía de Vincent Mathias es rica en matices, y permite lucirse a Albert Dupontel. Su puesta en escena tiene momentos espectaculares. Destaca su transposición de los barrios bajos del París de los años veinte, recurre al charlestón, y evita los tópicos, incluido el de la aparición de la Torre Eiffel. Sin embargo, recrea el exclusivo Hotel Lutetia, que en 1912 había sido ampliado por el arquitecto Louis-Hippolyte Boileau, uno de sus creadores. No solo recupera su fachada sino también algunos de sus ostentosos salones. Hay momentos, conforme se acerca el final, que la historia parece enroscarse a sí misma o que, cuando menos, no avanza al mismo compás que hasta entonces. Se hace un poco cuesta arriba hasta llegar a un desenlace rápido y satisfactorio para el espectador manteniendo, además, la tónica pícara del conjunto.