Siempre juntos (Benzinho) (***)

El cariño de una madre
Irene es un ama de casa que vive en Río de Janeiro con su esposo y sus cuatro hijos. También acoge a su hermana, víctima de malos tratos, y su pequeño Thiago. La mujer deberá de lidiar con los problemas cotidianos de una familia con pocos recursos mientras intenta mantener unidos a todos quienes la rodean.
Muchas familias brasileñas siguen todavía ancladas en el matriarcado. Por eso no es extraño que la cinematografía de ese país nos muestre potentes personajes femeninos, siendo importante la aportación de Karin Teles. Se trata de una artista inquieta, que ya nos atrapó con su presencia en Una segunda madre -2015-, pero cuya labor cinematográfica no se circunscribe únicamente a la interpretación. Con su anterior pareja, el cineasta Gustavo Pizzi, firmó dos guiones solventes, aunque éste último es el que se lleva la palma.
Karin Teles ha compuesto un personaje para su especial lucimiento y a fe que lo consigue. Su Irene puede resultar demasiado acaparadora, una gallina clueca que desea tener bajo sus alas a los polluelos que son su familia, incluida su hermana y su sobrino. Es una luchadora en un mundo que, hasta ahora, le ha dado la espalda. Sobrevive para llegar a fin de mes, cuida de su casa y malvende unas sábanas que compra a bajo precio en una factoría próxima que ha sido adquirida por una compañía más potente y a la que opta a un puesto fijo gracias a su reciente obtención del graduado social. Todo un mérito a su edad y con sus quehaceres, pero ella ha sabido sacar tiempo y esfuerzo para conseguirlo.
Irene mantiene los pies en el suelo ante los sueños de su marido, Klaus –Otávio Müller-, quien regenta una librería y fotocopiadora que tiene cada vez menos demanda. Quiere vender la casa de la playa, herencia de los padres de Irene para, con la ayuda administrativa, crear la mansión que quiere ofrecer a su familia y un establecimiento de comidas para una clientela numerosa en potencia. Disfruta con el éxito de su hijo Fernando –Konstantinos Sarris-, guardameta triunfador de un equipo de balonmano, también con la presencia en la banda local de su segundo varón, quien nunca ve satisfecho su apetito, y de los pequeños gemelos, porque inesperadamente llegaron dos en lugar de uno, lo que significa el doble de bocas que alimentar y que el doble de cuerpos a cuidar.
También conviven bajo el mismo techo su hermana Sônia –Adriana Esteves-, víctima de malos tratos por parte de su marido, Alan –César Troncoso-, un hombre adicto que se vuelve violento y al que hasta su propio hijo Thiago le tiene miedo. Con estos personajes, Gustavo Pizzi compone un largometraje tan distante como cálido. Parece que no pasa nada y su interior es rico en matices. También se apoya en una visualización que pretende ser impactante, casi naif. Es muy colorida y se refugia en tonos muy vivos que se refuerzan con la utilización de la cámara a ras del agua. Da la sensación de que en sus planos busca la simetría, aunque ésta nunca es perfecta. Hay utensilios o personajes que parecen separados por una imaginaria bisectriz y, sin embargo, nada es igual a uno y otro lado. Nunca encontraríamos la imagen superpuesta si utilizáramos los correspondientes espejos. Visconti aparece como referencia en la lejanía cuando los personajes centrales se citan en la playa.
La acción transcurre en Río de Janeiro, pero no hay samba ni bossa nova. La banda sonora se nutre especialmente de pasacalles. Tampoco parece herencia directa del llamado Cinema Novo de los años cincuenta. No hay favelas, salvo alguna que otra presencia muy al fondo de la posición de la cámara. Ni siquiera malas artes, ni mendicidad o supervivencia extrema. Se centra en una familia que sigue adelante con sus limitaciones, cohesionada en lo posible gracias a la presencia de Irene. Se aprovecha para repasar algunas situaciones del país, crítica no demasiada abierta a la violencia de género, la burocracia, la ausencia de trabajo, el mercantilismo y el futuro incierto que para algunas actividades suponen las nuevas tecnologías. Un barrio marginal, nunca de extrema pobreza o pleno de violencia, apartado de los oropeles de Copacabana y alrededores.
De repente, todo se resquebraja. En la casa donde viven se estropean las bombillas y hasta la cerradura de la puerta de la calle, lo que les obliga a entrar y salir por la venta. Es el puro ejemplo de lo que sucede con la familia de Irene. Su primogénito, Fernando, ha sido contratado por un equipo alemán y su idea es triunfar en Europa y no regresar a Brasil. Los compradores apalabrados para la venta de la casa de la playa quieren rebajar el precio y comprar a plazos largos, lo que no resuelve las inquietudes de Klaus. Los pequeños tienen fiebre y el marido de Sônia vuelve a las andadas. Contra todos esos problemas, Irene quiere mantener la ligazón asumiendo el papel de argamasa para su entorno. Benzinho, el título original, es una palabra de cariño que en Brasil se dedica a los niños pequeños. En la casa de la protagonista todos son sus benzinhos, incluso su esposo.