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Sobibor (*1/2)

25 febrero 2019

La vergüenza del nazismo

En 1943 más de cuatrocientos judíos encabezados por el oficial soviético Alexander Pechersky se dieron a la fuga en el campo de exterminio de Sobibor después de haberla estado planeando durante algún tiempo. Mataron a once guardias y pretendieron hacerse con la armería antes de internarse en el bosque.

Hay que distinguir el cine de la historia. Ésta es la que es, pero el séptimo arte pone el énfasis en cuestiones que deben de funcionar mejor en taquilla por lo que en ocasiones se desvirtúan los hechos. Máxime, cuando tienes por detrás a todo un país y la política te obliga a una serie de concesiones. Así sucede con la adaptación de lo sucedido en 1943 en el campo de exterminio de Sobibor, ubicado en Polonia.

El 14 de octubre tuvo lugar una fuga masiva de prisioneros judíos. Más de cuatrocientos consiguieron derribar la puerta de espinos para internarse en el bosque, donde fueron acribillados cerca de la mitad mientras que otros fueron denunciados por los lugareños. Se calcula que poco más de medio centenar sobrevivió a la contienda; entre ellos, el cabecilla de aquella revolución, un oficial ruso llamado Alexánder Pechersky.

Existe un antecedente en el que se recoge esta historia, pero se trataba de un producto para la televisión -1987- que contaba con la presencia en el reparto de, entre otros, Rutger Hauer. Ahora es la cinematografía rusa quien se encarga de contarlo cuando se ha cumplido el setenta y cinco aniversario de aquella huida que avergonzó al nazismo y sirvió para que Heinrich Himmler ordenase su cierre para convertirlo en un campo de trabajo.

Con un presupuesto notable, la cinta acusa varios defectos propios de un guion al servicio del Gobierno de Moscú. Hay que desterrar la miseria porque Eisenstein queda muy lejano. De ahí que los judíos que llegan a Sobibor, entre los que figuran los protagonistas, lo hagan pulcros y aparentemente bien vestidos, lejos del hacinamiento que se acostumbraba en estos traslados. Más tarde veremos otro convoy que probablemente se ajustaba más a la realidad, pero los cautivos con pijamas a rayas estaban muertos casi en su totalidad. De igual forma, los revolucionarios se movían sin problemas por el campo, e incluso las mujeres se mezclaban con los hombres, pero sin sexo para que nadie pudiera ofenderse.

Nada más llegar, las féminas, salvo algunas elegidas, eran conminadas a desvestirse y, con la disculpa de someterse a una desinfección, eran gaseadas. No se dice nada de los métodos empleados, ya que a las cámaras alimentadas por un motor de gasolina para producir monóxido de carbono se les introdujo posteriormente un pesticida que resultaba más rápido y efectivo. Fueron los gritos de las mujeres y los niños los que, desde la primera noche, incitaron en Pechersky, conocido entre los prisioneros por Shasha, la idea del levantamiento. Dicen que en el lugar había unos trescientos gansos para que con su graznido se disimularan los llantos y gritos de los condenados.

Aparecen unos cuantos de estos animales en el filme, pero se utilizan para disimular el asesinato de uno de los responsables del campo. Los tres guionistas no obviaron esa circunstancia y de ello se aprovechó Konstantin  Khabesnkiy, quien tuvo que tomar las riendas de la película tras el abandono del cineasta señalado inicialmente para llevarla a buen fin. Es el primer trabajo como director y cabecera de cartel de uno de los actores más populares en su país y que, incluso, ha hecho sus pinitos en el cine de Hollywood. Consigue momentos interesantes, como el joyero que descubre el anillo de pedida de su novia entre los objetos incautados por los nazis. De todas formas, brilla más en la parte final, cuando los prisioneros inician la revuelta.

Shasha está enamorado de Hanna –Michalina Olszanska, si bien en ningún momento se produce un acercamiento profundo. Los únicos besos que tiene cabida en el conjunto son los que le propina un prisionero, Johann Neumann –Maximilian Dirr- a una de las pocas mujeres salvadas del exterminio, una pelirroja llamada Selma –Mariya Kozhevnikova-, quien desde el primer momento interesó al Oberscharfhürer Karl Frenzel. La máxima personalidad del campo se encomendó a un actor reconocido internacionalmente, Christopher Lambert, que junto a Philippe Reinhardt deben de ejercer de reclamo en el resto de Europa. Reinhardt se encarga del rol de Siegfried Greitschus, quien desde Treblinka fue destinado a Sobibor.

La cinematografía rusa ha perdido una buena oportunidad de convertir en héroes nacionales a Pechersky y sus compañeros. En pocos momentos llega a emocionar, porque parece que existen una serie de barreras que no se pueden traspasar. Ni siquiera las tropelías de que es objeto el protagonista, un auténtico superviviente gracias a su fortaleza y sus ansias de vivir, llegan a los momentos más suaves de El pianista, El hijo de Saul o Katyn, donde los hombres de Stalin asesinaron a 22.000 oficiales polacos de un tiro en la nuca. La recreación del campo es muy creíble. Mucho más que los personajes, casi todos ellos endulzados, suponemos, por una orden superior.

From → Cine

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