Quisiera que alguien me esperara en algún lugar (Je voudrais que quelqu’un m’attende quelque part) (***)

Lo difícil del ser humano
Una mujer celebra su septuagésimo aniversario en compañía de su familia. Principalmente, sus cuatro hijos. El mayor asumió el cargo de jefe del clan desde la muerte de su padre, las dos mujeres sueñan con dedicarse profesionalmente a diversas actividades artísticas, mientras el cuarto duda de su futuro en pareja.
No resultaba fácil adaptar el best seller homónimo de Anna Gavalda, un volumen compuesto por una docena de relatos cortos, alguno de solamente tres páginas, porque aparte de su originalidad presenta una serie de personajes que poco o nada tienen que ver entre sí. Se ha respetado el epílogo, en el que una escritora presenta su obra a un editor, y se ha intentado captar el espíritu de la obra para que Arnaud Viard firme una tercera película en la que nos muestra una familia cuyos componentes son heterodoxos en su comportamiento. No ha hecho caso es la afirmación de que el título es demasiado largo. Una pequeña concesión a la sonrisa.
La fiesta del setenta cumpleaños de Aurore Armanville –Auore Clément- sirve de excusa para presentarnos a su familia. Jean-Pierre –Jean-Paul Rouve- se ha convertido en el jefe del clan tras la muerte de su padre. Está casado con Héléna Litowski –Elsa Zylberstein- y tienen una hija llamada Charlotte –Elsa Damour Cazebonne-. Juliette –Alice Taglioni- y Thierry –Christophe Paou- esperan su primer hijo, aunque ella sueña con ser escritora; Margaux –Camille Rowe- ansía convertirse en fotógrafa profesional, al tiempo que Mathieu –Benjamin Lavernhe- está preocupado por una posible relación que no acaba de producirse.
El resultado es un drama que indaga en el interior del ser humano, sobre todo en lo que atañe a sus debilidades y a sus esperanzas. La función es coral, aunque Jean-Pierre tome el protagonismo en la primera mitad y sea sustituido después por Juliette, quien relata las vivencias familiares en esos relatos cortos que se convertirán en un libro. El cine francés sabe explotar con suficiencia este tipo de historias, ya sea sobre una familia o en relación a un grupo de amigos. Las exposiciones suelen resultar muy efectivas y nos atrapan, aunque la mayoría tienden a perder gas conforme avanza el metraje. En ese caso, con menos de media hora de duración, casi no da tiempo.
La norma dice que todo parece una balsa de aceite hasta que estallan los conflictos. En este caso, no hay intereses cruzados. Cada cual aguanta su vela y se encuentra en situaciones que para unos pueden ser límite; para otros, una huida hacia adelante, o una liberación. Jean-Pierre recupera los encuentros con un antiguo amor de juventud, Sarah Briot –Flore Bonaventura-. Ambos eran actores y triunfaron sobre los escenarios con La gaviota, de Antón Chéjov. Ella, que ahora está enferma de leucemia, continuó como actriz por él, que lo dejó para convertirse en piedra angular de una cadena comercial.
Nathalie pierde a su hijo en pleno embarazo y vuelve a dar clases de literatura mientras persigue su ambición de ser escritora. Más rebelde es Margaux, que fotografía personas deformes para una exposición que la lance dentro de esa rama artística. Mathieu está preocupado por su nivel de fertilidad y el olor de su sexo. Se siente atraído por una compañera de trabajo, Nathalie –Sarah Adler-, a quien definen como una mujer huraña y despectiva. Ambos viven en el mismo barrio y esa circunstancia fomenta que comiencen a aproximarse.
Cada uno de los personajes toma decisiones que, en la mayoría de los casos parecen coherentes por mucho que no tengan justificación aparente. En el desarrollo del film se hace hincapié en lo difícil que resulta ahondar en la psique del ser humano. Los sentimientos aparecen y pueden controlarse hasta cierto punto. Cuando las emociones se llevan al paroxismo, justificar los actos que se desprenden de ello es una tarea ardua. En este largometraje no se razonan los por qué. Simplemente, suceden. Unos con mayor fortuna que otros, lo que convierten la totalidad en una amalgama de situaciones que, por mucho que estén controladas, unas se muestran coherentes y otras parecen metidas a calzador sin una consecuencia lógica.
De todas formas, Arnaud Viard sale airoso de un compromiso nada sencillo. Había que dar muchas vueltas y poner patas arriba la fuente en la que se inspira este guion para hilvanar una historia lineal. Emociona por momentos gracias a una buena actuación coral y a una partitura compuesta por Clément Ducol que brilla especialmente en los momentos más íntimos. Las miradas y los planos fijos se ayudan de unas notas escuetas de piano arropadas ocasionalmente por el cello. No consigue el mismo nivel en el resto de pasajes.