Anthony Adjekum., Barry Adamson, Fatma Mohamed, Gwendoline Christie, Hayley Squires, Jaygann Ayeh, Julian Barratt, Leo Bill, Marianne Jean-Baptiste, Peter Strickland, Richard Bremmer, Steve Oram
In Fabric (**)

El vestido diabólico
Una cajera de una sucursal bancaria lleva años con una vida monótona, al margen de que se ve obligada a soportar a su displicente hijo y a su desarraigada novia. Por eso recurre a la sección de contactos de un periódico y se compra un vestido rojo para la primera cita que le llama poderosamente su atención.
Son contadas las ocasiones en las que una película relacionada con el terror ofrezca sensaciones innovadoras. Lo fácil es recurrir a caserones aislados con su correspondiente sótano o buhardilla. Lo más complicado es generar toda la trama en base a un vestido. Hay precedentes, aunque no del género, en que una prenda pasa de mano en mano para contarnos las vicisitudes de sus propietarios. No es el caso, porque el modelito en cuestión es más protagonista que su dueña. Además, viene acompañado por una serie de personajes de lo más variopinto.
Después de títulos como Barberian Sound Studio o The Duke of Burgundy no esperábamos que el británico Peter Strickland presentase una historia convencional. Se ha decidido por centrarse en las vivencias de Sheila -Marianne Jean-Baptiste-, cajera de una sucursal bancaria divorciada hace años. Desde el inicio advertimos sutiles diferencias con una historia al uso. Los anuncios televisivos parecen extraídos de los primeros tiempos de la televisión en color. En casa, su hijo Vince -Jaygann Ayeh- vive su vida al margen y tiene una novia, Gwen -Gwendoline Christie- que la intimida.
No se apartan de esos personajes próximos a la caricatura sus propios jefes, que incluso le controlan el tiempo que pasa en el baño. Stash -Julian Barratt- y Clive -Steve Oram- son dos personas a las que agradaría mandarlas muy lejos de tu vista. La galería de seres esperpénticos no concluye aquí. Harta de su monotonía, Sheila decide sumergirse en la sección de contactos del periódico y así tiene una cita con Adonis -Anthony Adjekum-, un tipo que come con la boca abierta, es egocéntrico y que tiene el juego como su máxima perdición. Antes de conocerlo, la protagonista quiere comprarse un vestido para la ocasión y se fija en un modelo rojo sangre que se vende en los almacenes Dentley y Soper’s.
Su precio es demasiado elevado, pero Miss Luckmoore -Fatma Mohamed-, la dependienta y su superior, Mr. Lundy -Richard Bremmer-, consiguen que se lo pruebe y rebajan su precio tan considerablemente que Sheila decide adquirirlo una vez comprobada la bondad de la tela. Los dos empleados del establecimiento hablan de forma críptica con frases como que una compra en el horizonte es una panoplia de tentación. Se asemejan a robots, pero cumplen con su cometido. Con el paso del tiempo, y las correspondientes idas y venidas de los distintos caracteres, notaremos que el diseño en cuestión alberga sus propios secretos. Aunque un perro lo haga trizas, reaparece intacto. Hasta Gwen sentirá que quiere estrangularlo la noche que la madre de su novio tiene una cita con Zach -Barry Adamson-, un nuevo contacto.
Sus amenazas no se detienen ni cuando Sheila se deshace de él para pasar a manos de Reg Speaks -Leo Bill-, a quien sus amigos se lo hacen vestir en una salida nocturna. También fascinará a su novia, Babs -Hayley Squires-. Llegados a ese punto, cualquier espectador sabe que, por mucho que se sienta tentado, lo mejor es alejarse del vestido rojo so pena de encontrarse con un incidente desagradable.
En una primera lectura, la propuesta parece la antítesis del consumismo. No nos engañemos, porque el mundo al que suele recurrir Strickland suele tener su epicentro en el fetichismo. En esta ocasión no iba a ser menos. Ese escotado diseño viene a representar un fantasma cruel, o una maldición mortífera propias de cualquier producción relacionada con el terror o lo sobrenatural. Se aprovecha de él para volcar toda su ironía y poner en duda las claves del capitalismo. Lo hace con colores brillantes, como si estuvieran extraídos de cualquier película de serie B de los años sesenta.
El humor que presenta es tan gratuito como los sobresaltos que se nos ofrecen a lo largo de la exhibición. Sucede que el responsable quiere arriesgar tanto que se acerca en muchos momentos al precipicio. No desga a despeñarse, pero corta de raíz muchas de las virtudes que se adivinan en su relato. Es sugerente, y a ratos llamativa, alternando lo convencional con ciertos toques modernistas en su puesta en escena que se dan la mano con la psicodelia. Habrá quienes, en ciertos pasajes, se sientan desbordados y sostengan que Strickland juega demasiado con su paciencia. Los más sensibles no dejarán de sentirse atraídos por ese consumismo hipnótico derivado de las formas más halagadoras de la publicidad.
From → Cine
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