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La película de nuestra vida (**1/2)

25 junio 2017

Es verano. Tres varones adultos, una casa, unas vivencias, el pasado, el presente… A lo largo de una jornada se repasa la vida familiar en una casa de campo, en cuyos terrenos colindantes la vida sigue de alguna manera. Viejas grabaciones, recuerdos y una nueva película propia por rodar.

Desde la aparición del súper 8 y el video doméstico, la generación del llamado baby boom y la inmediatamente anterior disponen de mucho material filmado de su época infantil. Si añadimos las colecciones de entonces, los tebeos, los juguetes y otros recuerdos y añoranzas, sería posible reconstruir la película de nuestras vidas. Bastaría con mirar hacia atrás sin que transcurra el presente. Esa es la apuesta de la ópera primera Enrique Baró Ubach. Su mayor mérito, un camino por explorar.

Tres personajes, el viejo –Teodoro Baró Rey-, el adulto –Francesc Garrido- y el joven –Nao Albert-, representan los ejes centrales de una historia, con mucho pasado, escaso presente y nada de futuro. Tanto, que cuando juegan al fútbol no hablan de Messi, Puyol, Xavi o Iniesta. Seguidores del Barça, confesos culés, recuerdan a Maradona, Calderé, Migueli o el Lobo Carrasco. Si se trata de baloncesto, no hay lugar para Juan Carlos Navarro o los Gasol y sí para Juan Antonio San Epifanio, Epi.

La cinta comienza con los rescoldos de una fiesta. Se lavan los platos, se recoge el mantel y se cuelga la ropa utilizada. Terminará con una especie de verbena íntima en la que el joven canta la canción que da título al film, una especie de compendio de lo que se ha mostrado hasta ese momento. En medio, se recuperan álbumes de los antepasados, las bicicletas con las que solían pasear y otros cachivaches. Se recuerda la casa, construida ahora junto a una carretera asfaltada en época reciente, se mencionan los árboles casi centenarios, se echan de menos las plantas que se han marchitado y se respetan las nuevas.

Asistimos al rodaje de una muerte, la del adulto, a la que se llega después de varias tomas. Se combina con los juegos en la piscina salpicándolos, como en todos los casos, con imágenes en súper 8 o 16 milímetros. Así vivían y así disfrutaban en aquel verano de los años sesenta. Ecos del pasado, recuerdos del presente. Imágenes en muchos casos surrealistas y en otras llenas de sutileza. Lo difícil será que el público entre a la sala; después, se queda pegado a la butaca sorprendido, desconcertado pero siempre interesado por ese camino que intenta explorar su creador. Como todas las innovaciones, con más entusiasmo que certeza, con más ilusión que acierto pleno.

En la primera secuencia se habla de un sueño, de aquella casa en la que vivieron y ahora tienen otros moradores. De la llegada de éstos últimos y como los antiguos inquilinos huyen o se esconden por un resquicio. Ese mismo agujero es como una falla en el tiempo, que retrotrae el pasado, que acumula los recuerdos  que, poco a poco, se van reordenando. Baró Ubach no malgasta planos y da la sensación de que tampoco material fílmico.

Algunas secuencias parecen filmadas de tirón, a lo que saliera. Otras, como el hombre que se arroja desde la terraza, exigen una preparación y un montaje más meticuloso. Pero siempre reinando cierta ingenuidad, una morriña evidente, un sentimiento del tiempo perdido que, no obstante, tampoco se ha dejado escapar porque perdura. Continúa ahí, entre las paredes, los árboles, las flores y los cañaverales. Entre la barbacoa, las revistas viejas o los tebeos. Sobre todo, en la memoria de los personajes, en sus hábitos y en una casa que un día fue suya y que, de alguna forma, sigue conservando sus huellas.

From → Cine

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