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La última bandera (Last Flag Flying) (**1/2)

27 febrero 2018

Entre el remordimiento y la desilusión Tres veteranos de la Guerra de Vietnam se reúnen de nuevo. Esta vez, para hacerse cargo del cuerpo de uno de ellos, caído en Iraq. Aunque hace décadas que no se ven y cada uno ha tomado caminos diferentes, sus recuerdos del pasado, algunos de ellos nada ejemplares, les impulsa a reforzar sus lazos de amistad. Un hombre entra en un bar en el que solo hay un cliente. Tras pedir una cerveza, se da a conocer. Se trata de Larry Doc Shepherd –Steve Carrell-, que combatió en Vietnam con el dueño del establecimiento, Sal Nealon –Bryan Cranston-. Está claro que tienen un pasado en común y juntos, por indicación del recién llegado, se suben a un auto con el que conducen hasta una iglesia en la que sermonea el reverendo Richard Mueller –Laurence Fishburne-. Aparentemente, es una reunión forzada ya que ninguno quiere recordar viejos momentos vergonzosos. Sal es el típico cachondo, resentido y desilusionado. Mordaz, ácido y ateo convencido. Mueller, todo un bala rasa en el Ejército es un pastor que camina apoyado en su bastón y que un día sintió una doble llamada en su corazón. La del Altísimo y la de su esposa Ruth –Deanna Reed-Foster-, una mujer comprensiva y religiosa. El nexo de unión es Sal, un oficinista oscuro que ha perdido recientemente a su esposa a causa de un cáncer. Ahora, busca al que un día fueron sus amigos para enfrentarse a otra tragedia, la pérdida de su único hijo en Iraq pocos días antes del caída de Sadam Hussein. No tiene a nadie más en el mundo y les pide que le acompañen para recoger el féretro y darle sepultura. Cuando llegan a su destino, pese a la oposición inicial del coronel Wilits –Yul Vazquez-, se enteran por el soldado Washington –J. Quinton Johnson-, el mejor amigo del fallecido que el marine no falleció en acto de combate sino que fue asesinado con un disparo en la nuca cuando se disponía a comprar droga. Sal no quiere que sea sepultado en Arlington y sí junto a su esposa en el cementerio local. La historia se basa en una novela de Darryl Ponicsan, autor de otro texto literario en el que presentaba a los tres protagonistas muchos años antes, cuando dos de ellos llevaban a un tercero a la cárcel. La obra fue llevada a la pantalla en 1973 por Hal Ashby y El último deber resultó uno de los filmes más aclamados del año. Ahora, Richard Linklater ha cambiado los nombres, aunque reconocemos a Sal como el que pasó un par de años en la cárcel. En la actualidad, tienen dos frentes que atender. Por una parte, recoger el féretro del marine muerto y, por otro, restañar viejas heridas, como haber presenciado la agonía de un compañero después de que ellos hubieran consumido la morfina que podría haberle aliviado. El desencanto y los remordimientos se aúnan cuando el futuro se torna más incierto. La película se trasforma en una road movie  que discurre por la Costa Este de Estados Unidos, desde Washington a Boston, y en ella se muestra el buen hacer tras la cámara de Linklater y una interpretación mayúscula de sus tres protagonistas. Factores que no pueden ocultar muchas deficiencias, especialmente por culpa de un guion que se pierde entre las ramas, que es más superficial que concreto y al que, como suele ser habitual en las producciones más profundas de su autor, tiene exceso de diálogo y de metraje. Se pretende mostrar en el film otro de los aspectos más clásicos del cineasta texano: el contraste de estados de ánimo. Pasa de la emoción a la alegría, de la comicidad a la tragedia prácticamente en la misma secuencia. Bryan Cranston se ocupa de la parte más cómica y, gracias a su humor ácido, se desemboca en la situación más divertida cuando los tres optan por comprar unos celulares nuevos. Por el contrario, el punto más dramático llega cuando visitan a la madre del compañero que falleció entre dolores horribles. Se plantea entonces si es mejor una mentira piadosa que revelar la realidad más cruda. No es la única disquisición del film. Por ejemplo, se muestra el duelo dialéctico entre un religioso y un no creyente. El reverendo Mueller defiende a Dios mientras que Sal pone en tela de juicio que haya billones de almas pululando por un lugar indeterminado. En una propuesta donde la guerra está siempre presente pero en la que no se pega un solo tiro ni aparecen imágenes bélicas o flashbacks al uso, se pretende ahondar en cuestiones filosóficas o morales que quedan asfixiadas por un guion que camina en una dirección diferente. Linklater es un cineasta admirado, aunque también muy irregular, capaz de firmar una trilogía espléndida o de maravillarnos con Boyhood, pero que también tiene en su filmografía espantos como Una pandilla de pelotasThe Bad New Bears, 2005-. En este caso, se queda en medio. Nunca llega a emocionarnos ni cuenta algo extraordinario para liberarnos del sopor.

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