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Cafarnaúm (***1/2)

15 febrero 2019

Miseria y mala conciencia

Un niño, de entre doce y trece años, declara ante el juez. Esta en prisión por haber apuñalado a otra persona, pero ahora se convierte en acusador. Denuncia a sus padres por haberlo traído al mundo. Tras ese inicio, conocemos los pormenores de la existencia de uno de tantos críos de los barrios pobres de Beirut.

El tercer largometraje de la libanesa Nadine Labaki, que sorprendió con su debut, Caramel -2007- no solo es el mejor de su carrera hasta el momento, sino que también ha acumulado distinciones por todas las latitudes. Comenzó en el Festival de Cannes donde se llevó el Premio del Jurado. De inmediato, fue candidata a todos los galardones más significativos de la industria del cine como mejor película de habla no inglesa. Desde los BAFTA al Oscar, pasando por los Globos de Oro.

Lo primero que sentimos al concluir las dos horas de proyección es la necesidad imperiosa de aplaudir, de respaldar un producto crítico, que formula una denuncia tangible. Quizás sea porque todos, al fin y al cabo, tenemos mala conciencia y pensamos que nunca ayudamos a los más necesitados según nuestras posibilidades reales. En ese sentido, la fuerza de este largometraje es tal que, si pusieran el mostrador de una ONG a la salida de las proyecciones, las donaciones se multiplicarían.

De entrada, un médico forense intenta establecer la edad de un niño llamado Zain -Zain Al Raffea-. No tiene partida de nacimiento y más tarde sabremos que nunca ha ido a la escuela. Se estima que pueda tener entre doce y trece años. A continuación, esposado, se dirige al estrado donde el juez -Elias Khoury- tiene que dirimir sobre una causa muy especial. Zain, acusado de asesinato, se ha convertido también en denunciante. Con el respaldo en la ficción de la propia directora, que ejerce de su abogada, ha llevado a juicio a sus padres por haberlo traído al mundo.

Es el momento de repasar como se ha llegado hasta ahí. Por medio de flashbacks asistimos a la existencia mísera del protagonismo, a su explotación económica, social y laboral. Está obligado por sus progenitores a trabajar en una tienda y, como si de un adulto se tratase, dice tacos y no hace ascos al tabaco ni al alcohol. Ni siquiera a la droga. Como en el caso de las muchas familias de las zonas más desfavorecidas de Beirut, desconocemos los hijos que puede tener el matrimonio, aunque Zain se siente muy identificado con su hermana Sahar -Cedra Izam-. Cuando ella tiene su primer período en la familia consideran que es una ocasión inmejorable para conseguir dinero en efectivo.

La autora se recrea en las miserias de unos jóvenes sin aparente futuro, con familias desesperadas y con unas calles donde proliferan las cucarachas y las cadenas que simbolizan las ataduras a que están sometidos sus personajes. Con un dron sobrevuela ese barrio hacinado de gente impersonal y a la que bien pudiera considerarse como insignificante. Labaki, cámara en mano, abusa del espectador. Entre algunos diálogos distendidos, proclives al humor, nos hace sentirnos incómodos. La tragedia de los caracteres que se describen en la pantalla, nos supera. El conjunto, en general, nos conmueve. Por ejemplo, esa secuencia en que Zain mira un autobús que transporta a otros chavales a la escuela conde él nunca podrá ir. Apenas se dejan en el tintero situaciones incómodas, a las que nos ha conducido una sociedad que apenas mira hacia los lados y nunca para atrás. Incluso se evidencia que, en cualquier país, por muy pobre que sea, hay inmigrantes ilegales o sin papeles.

Zain encuentra una familia improvisada cuando abandona la suya real. Un tipo con un traje de Spiderman es, en realidad, un inmigrante etíope llamado Rahil -Yornados Shifera-, que también está indocumentado. Le lleva a un lugar en la que se reúnen otros similares donde se convertirá en el hermano mayor de la pequeña Yonas -Boluwatife Treasure Bankole-. Cuando un día su padre no regresa comienza la auténtica odisea de los dos pequeños. Únicamente el ingenio de Zain les permite seguir adelante y llegar con vida ante el juez después de pasar por pasajes de todo tipo que llegan a ponernos los pelos como escarpias.

Con el paso del tiempo, si enjuiciamos el largometraje desde la distancia y sin apasionamiento es cuando nos damos cuenta de que Labaki nos ha llevado al terreno que ella quería. Su talento como cineasta queda fuera de toda duda, pero realmente nos ha engañado y para ello ha tenido un cómplice en primera línea. Se trata de su compañero en la vida real, Khaled Mouzanar, que firma una banda sonora que refrenda todavía más la apuesta de la directora. Mirando fríamente el conjunto, ofrece la sensación de que el retrato que efectúa desde una visión que nunca se coloca a la altura de la narración. Es como si un pequeño dios jugase con sus personajes, ofreciéndonos una cara oculta, terrible y tan impresionable como sensibles son las imágenes que desfilan ante nuestros ojos.

From → Cine

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