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La alta sociedad (Ma Loute) (**)

19 abril 2017

Durante el verano de 1910 varios turistas han desaparecido cuando disfrutaban de las playas de Calais. Un par de inspectores centran sus investigaciones en la bahía de Slack, lugar en el que vive una pequeña comunidad especialista en el cultivo de las ostras y en donde una familia de la alta burguesía ha reabierto su impresionante mansión.

Nada menos que nueve nominaciones a los César y los galardones correspondientes a la mejor película y a la mejor actriz en el Festival de Sevilla se llevó esta producción surrealista de Bruno Dumont, que también desfiló, aunque con menos gloria, por la pasada edición de Cannes. Intentar resumir su argumento es como darse de cabezazos contra una pared. Su responsable da una vuelta de tuerca, quizás unas cuantas, a la que hasta el momento es su obra cumbre, la miniserie El pequeño Quinquin. La máxima diferencia es que deja a un lado un relato mucho más austero para adentrarse en una propuesta barroca, exagerada, que termina pesando debido a sus dos horas de duración.

La acción se desarrolla a principios del pasado siglo en un terreno de la Costa Ópalo, próximo a Calais. Concretamente, en la bahía de Slack, donde confluyen el mar y el río que le da nombre. Allí vive una pequeña comunidad que se dedica al marisqueo y, principalmente, al cultivo de ostras. Nos centramos en una familia compuesta por el matrimonio Brufort y sus cuatro hijos, uno de ellos ya crecidito. Se llama Ma Loute –Brandon Laviville-, que en el slang del noroeste de Francia significa algo así como mi querido. Él y su padre, además de sus quehaceres, se dedican a pasar turistas de un lado a otro de las marismas por un módico precio.

Al lugar llegan los Van Peteghem para reabrir su casa de vacaciones. André, con un más que destacable Fabrice Luchini, es el cabeza de familia, al tiempo que su esposa Isabelle –Valeria Bruni Tedeschi- se afana en poner todo en orden junto con su empleada de hogar. Aude –Juliette Binoche- tampoco ayuda a poner un punto de cordura y los tres jóvenes son a cada cual más enigmático, principalmente Billie, encarnado por Raph –premio de interpretación en Sevilla-, un adolescente bisexual hijo de Aude, que tanto vestido de hombre que de mujer.

El otro vértice del triángulo son los detectives Alfred Machin –Didier Després- y Malfoy –Cyril Rigaux-, incapaces de ver cualquier pista por grande que sea y aunque la tengan delante de sus narices. Con su aspecto de El Gordo y El Flaco, remiten a la pareja de investigadores Van der Wyerden y Carpentier de El pequeño Quinquin. Como es habitual es las propuestas de Bruno Dumont, los intérpretes no profesionales se adueñan de la pantalla, si bien en esta ocasión ha recurrido también a figuras consagradas como las ya referidas. Ellos encarnan a la familia de clase alta, un toque más en la sátira del autor.

Apoyado en una magnífica fotografía de Guillaume Deffontaines, la historia mezcla el costumbrismo con la burla interclasista. Los de abajo se comen a los de arriba que, a su vez, se devoran entre ellos. Una fábula que se desarrolla con una envoltura surrealista que hará feliz a los seguidores a ultranza de este tipo de propuestas y desesperará al resto. Se pretende ser genial en cada secuencia, pero sobre todo busca la sorpresa. Por eso aparece Fabrice Luchini que interpreta a un tipo encorvado y olvidadizo, aunque no tanto como su pariente Christian –Jean-Luc Vincent-, pero que es capaz de disfrutar por el arenal con una especie de velocípedo con alas.

La línea menos transgresora la conforma el amor de los dos primogénitos. Probablemente, el único asiento de cordura, porque el resto es un desmadre. Situaciones insólitas, diálogos inverosímiles y una trama en la que es mejor no escarbar. Sin duda, su autor se muestra más seguro en los relatos costumbristas enseñoreados por la austeridad que no en esta especie de locura esperpéntica que se debe valorar por más por su originalidad que por el resultado.

No se acierta con la intriga, aunque la arista que marca la frontera del humor negro está mucho más conseguida. Si al principio atrae en su desconcierto, comienza a pesar como si nos entrase un sueño contra el que resulta difícil luchar. Incluso la propia Juliette Binoche parece abocada a esa misma suerte y solo Fabriche Luccini, que soporta el ridículo al tiempo que ridiculiza la clase alta, consigue mantenernos atentos en el que, posiblemente, sea uno de los mejores trabajos cómicos de su prolífica e interesante carrera.

From → Cine

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