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Largo viaje hacia la noche (Di qiu zui hou de ye wan – Long Day’s Journey Into Night) (***1/2)

25 abril 2019

Buscándola desesperadamente.

Un hombre regresa a su ciudad natal debido a la muerte de su padre. Una vez allí recuerda a la mujer que un día amó, aunque el paso del tiempo haya permitido que su rostro se vaya diluyendo en el recuerdo. Decidido a buscarla, vivirá una noche de encuentros y desencuentros en la que, tal vez, no consiga su objetivo.

Hay dos partes bien diferenciadas en esta absorbente propuesta que desfiló con éxito por una de las secciones paralelas del Festival de Cannes. No obstante, ambos fragmentos tienen un denominador común, y no es otro que el gran sentido estético y técnico de su creador, el chino Bi Gan. Sorprendió con su primer trabajo, Kaili Blues, y ahora regresa a esa misma ciudad que es también la que le vio nacer hace poco menos de treinta años.

Una edad insultante para un artista que domina el medio con la capacidad de un veterano. Puede ser que por su misma juventud asuma el riesgo que otros más curtidos no se atreverían. El caso es que en su primer largometraje mostraba un plano secuencia de 40 minutos y ahora se ha superado. En toda la segunda parte, casi una hora, no hay un solo corte y está rodada en 3D. Hay que poner en su justo valor esta propuesta ya que incluye stady cam y tirolinas, partidas de tenis de mesa y de billar, así como el vuelo de sus dos protagonistas.

Aunque el título en español es igual al de la obra de Eugene O’Neill, no hay similitudes. Luo Hongwo -Huang Jue- regresa a Kaili tras la muerte de su padre. Salió hace años y conserva el recuerdo de dos personas, aunque sus rostros se hayan ido desdibujando con el tiempo. Uno es Gato Salvaje, un amigo presumiblemente asesinado por un mafioso y cuyo cuerpo fue arrojado al fondo de una mina. Por otro, Wan Qiwen -Tang Wei-, la mujer con la que se citaba en una vieja casa abandonada cuyo suelo se inundaba a consecuencia de las lluvias, que en esa parte del país llegan a ser torrenciales.

Se decide a buscarla en medio de una puesta en escena sin desperdicio. Desde un reloj parado cuyo reflejo se advierte en el agua hasta cualquier mínimo detalle, todo está calculado. La fotografía de David Chizallet y Hung-i Yao, ahondando en secuencias mayoritariamente nocturnas, es un ejemplo para las escuelas de cine. También la música de Giog Lim y Point Hsu resulta particularmente evocadora y certera. Se advierten influencias, o quizá homenajes, a títulos o cineastas de muy distintas latitudes. El ambiente y la escenografía recuerdan a su compatriota Wong Kar-Wai, aunque elude el erotismo de este último. Sus personajes y la obsesión enlazan con el ruso Andrei Tarkovsky, mientras que la aparición del protagonista en el exterior de Kaili tiene un aire a Blade Runner, obviando las cuestiones futuristas. Tampoco desdeña claves evidentes del cine negro de Hollywood.

Al fin y al cabo, el cine era un referente en la convivencia entre Luo y Wan. En una sala de exhibición comienza la explosión fílmica de Bi Gan. En un determinado momento, el personaje central se coloca unas gafas para disfrutar de una proyección 3D. La inserción del título y la recomendación de que nos unamos al gesto del protagonista implica que los espectadores disfruten de casi una hora de un único plano secuencia tridimensional.

Quizá sea un sueño, o tal vez la propia realidad. Luo conoce a Kaizhen, una muchacha cuyo novio regenta un local de juegos, que van desde maqiuinitas tragaperras a mesas de billar americano. Su rostro se asemeja al de Wan. Lo que hasta entonces recurría a flaskbacks y a saltos temporales con casi dos décadas de diferencia, ahora se programa en estrictas unidades de tiempo y acción. Un viaje que implica la entrada en un túnel que desemboca en un recinto del que aparentemente no se puede salir, con un desplazamiento en moto, partidas de juego, vuelos, tirolinas y planos en los que la pareja debe girar si quiere alcanzar otro nivel.

Así llegan a un barrio, o una aldea próxima a Kaili prácticamente en ruinas. En su plaza, con puestos de venta y sofás esparcidos hay un escenario donde unos aspirantes se aplican a un concurso de karaoke. Kaizhen será la última en participar. Las canciones suenan en un segundo plano, así como los murmullos de otros personajes que están fuera de foco o nunca aparecen en primer plano. La cámara baja y sube. A veces, resulta hipnótica, como cuando ella asciende unos escalones casi interminables.

Evidentemente, no se trata de una película para todos los públicos y ni siquiera para todas las ocasiones. Hay que estar verdaderamente decidido para ver algo diferente, eminentemente artístico en el que el aspecto de thriller queda en un segundo plano. Todo está sublimado por una puesta en escena milimétricamente calculada y por un poderío visual apabullante. El guion se retuerce, incluso diríamos que se complica demasiado y hemos de estar más atentos al movimiento de la cámara que al comportamiento de los actores o al desarrollo de los diálogos. Una apuesta tentadora, extravagante, ardua y poderosamente atractiva dentro de una envoltura difícilmente comercial. Más próxima a película de culto que a grandes carteleras.

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