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120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute) (***1/2)

18 enero 2018

120 pulsaciones por minuto: La hipocresía social

A principios de los noventa unos jóvenes activistas franceses intentan concienciar a la sociedad sobre la epidemia del SIDA. Acusan al Gobierno de inacción, a las empresas farmacéuticas de mejorar sus cuentas de resultados y a los médicos de dejadez.

La sociedad es hipócrita. Los políticos, las empresas, los profesionales y, en definitiva, cada cual busca un status cómodo y que su existencia se vea complicada lo menos posible mientras procura ascender en la escala social y económica. Ese es el planteamiento del tercer largometraje de Robin Campillo, cineasta galo de origen marroquí. Para ello, mete el bisturí en el mundo homosexual, como ya se había adentrado en su anterior trabajo, Chicos del Este, centrándose en la lucha social y mostrando imágenes de sexo explícito. La apuesta le supuso el Gran Premio del Jurado en Cannes, el respaldo en otros certámenes, la elección de mejor película extranjera para los críticos de Nueva York y Los Ángeles, así como la candidatura al Oscar en representación de Francia.

La acción se desarrolla a principios de los años 90 mediante una propuesta inicialmente coral que indaga en las actividades de Act Up de París. Un movimiento creado en Estados Unidos y que tenía por objeto concienciar a la población de los peligros de la epidemia del SIDA. Sus acciones llegan a ser incluso violentas en su deseo de arremeter contra un país liderado por François Mitterrand y su Jefe de Gabinete, Laurent Fabius. Entendían que el Gobierno no movía ficha y se alineaba con la sociedad más reaccionara, que veía en la epidemia la desaparición progresiva de homosexuales, drogadictos y prostitutas.

Disparaban también contra la línea de flotación de las empresas farmacéuticas, que a su entender no ponían los medios necesarios para combatir la enfermedad. Incluso, hablaban de nuevos productos que se aplicarían por sorteo entre quienes mostrasen unos síntomas altos de contagio. Las reuniones de Act Up se asemejaban a las asambleas estudiantiles de los setenta. Cualquiera exponía su punto de vista y sus ideas para avanzar en algún sentido que eran respaldadas por el resto a base de chasquear los dedos o refutadas con siseos de reprobación. Thibault –Antoine Reinartz- era el líder visible de un grupo numeroso en el que se encontraba Sophie, en un papel que para Adèle Haenel parece menor si tenemos en cuenta su protagonismo en cintas anteriores respaldadas por crítica y público.

Entre los componentes de la asociación figuraba Sean Dalmazo –Nahuel Pérez Biscayart-, quien destinaba toda su energía y hasta el último aliento en la lucha por la defensa de los intereses colectivos. Su oposición a Thibault resultaba clara, pues acusaba a éste último de ser políticamente correcto para mantener su puesto de presidente, al tiempo que dudaba de su verdadero compromiso para con sus correligionarios. Su vehemencia y decisión fueron claves para que se le acercara un recién llegado, Nathan –Arnaud Valois-, un joven con mala conciencia. Su anterior amante había fallecido de SIDA y, aunque él no estaba contagiado, se adhirió a la organización Act Up para lavar su mente. Su forma de actuar la deja patente en su primera secuencia de amor con Sean. Paralelamente, las imágenes son de alta temperatura y suficientemente explícitas.

La segunda mitad de un film que se extiende a más de dos horas y veinte minutos, refleja con mayor profundidad la relación entre los dos amantes. La vida de Sean se apaga después de que hayan aparecido en su cuerpo señales inequívocas del sarcoma de Kaposi. Primero, con llagas en los pies; después, por todo su cuerpo. Thibault le visita por complacencia en el hospital y él echa de menos a Nathan, con quien tiene una nueva secuencia sexual intensa postrado en la cama del centro hospitalario.

En sus últimos momentos le acompañarán su madre –Saadia Bentaiëb- y su amante que, fiel a sus principios, se encuentra a su lado para limpiar su conciencia, pero que no duda en hacer el amor con otro hombre mientras el cuerpo de su amante está todavía caliente en el colchón contiguo. Contar esta situación es desvelar demasiados detalles de la película, pero entendemos que resulta importante para comprender la actitud de los personajes centrales. Especialmente el vehemente Sean, capaz de entregarse en cuerpo y alma tanto a una relación como a un ideal, y el indolente Nathan, cuyas lágrimas parecen de cocodrilo.

Campillo se luce más cuando la historia es coral. Se desenvuelve a gran altura cuando la cámara registra las reuniones de la Act Up o las discusiones de sus miembros más destacados con los representantes de las industrias farmacéuticas. El montaje respalda la buena puesta en escena, que se derrite un tanto cuando mira en profundidad hacia el romance y la definitiva caída de su protagonista. La interpretación es ajustada, pero este tipo de propuestas suelen desembocar en un final tan agónico como trágico. Los acontecimientos se muestran previsibles y el metraje podría haberse disminuido. De cualquier forma, posee todos los ingredientes para convertirse en un film de culto dentro del mundo gay, al que debemos añadir secuencias imaginativas en la que Sean, ya moribundo, en el que se imagina el Sena transportando sangre en lugar de agua. O como las que tienen lugar en las discotecas que, además de relajar el dramatismo, contribuyen a redondear los personajes gracias a sus semblantes y, especialmente, a sus miradas.

From → Cine

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