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Lúa vermella (***)

30 octubre 2020

Monstruos y meigas

En una localidad costera de Galicia el tiempo se ha detenido. Sus habitantes parecen paralizados y en el ambiente flotan alusiones a fantasmas, meigas, monstruos y marineros desaparecidos. Tres mujeres inician la búsqueda de un hombre perdido en el mar.

Se nota la querencia que Lois Patiño tiene por el documental. Para el recuerdo queda Costa da Morte -2013- y para los nostálgicos O espírito de Pucho Boedo -2018-, el inolvidable cantante de Los Tamara. Representante por derecho propio de ese Novo Cinema Galaico que aquí y ahora podríamos bautizar al socaire de Lúa vermella, cumple las constantes de una generación que tiene a Ignacio Vilar como presunto hermano mayor.

Como norma general, en sus relatos aúnan tradición y modernidad. La fantasía que proporcionan sus leyendas con la realidad de unos personajes que viven en pleno siglo XXI. Galicia es mágica y su cine no podría eludir ese contexto. A Patiño no le hace falta recurrir a actores profesionales porque su propuesta es tan incorpórea como la espiritualidad de la esquina noroeste. Allí, donde el Atlántico está a punto de unirse con el Mediterráneo es donde más naufragios se producen. El Rubio ha sacado del mar a más de cuarenta personas, y ahora es él quien ha desaparecido.

Su familia está más que preocupada y los vecinos lamentan su más que probable pérdida. Quizá su cuerpo vaya hacía el norte, a juzgar por la dirección de la marea. Hay leves esperanzas de que siga con vida porque es avezado nadador y buen conocedor de la zona, pero el mar es un enorme cementerio. Es un monstruo que devora todo aquello que, descuidado, queda a su alcance. Todo parece haberse detenido, incluso las gentes. Solo a tres mujeres, tres meigas, se les permite el movimiento, como en su momento a la Santa Compaña, aunque sin farol ni perro que la anuncie.

Las personas se muestras hieráticas. Se escuchan sus palabras, pero ni siquiera mueven los labios. Preferentemente, se escuchan ruidos, rugidos del monstruo que habita las profundidades que sustituyen al rumor de las olas o al trueno de los temporales. Una parte de la cosmogonía gallega está presente en este largometraje cuyo valor más representativo es el carácter sensorial que plantea.

Una roca tras un siniestro puede convertirse en lugar de culto o de peregrinación. También una playa que señale los restos de un naufragio. Lois Patinho encuentra planos imposibles bajo una luna roja, de sangre, que amenaza constantemente a las gentes de una zona casi olvidada y castigada por la climatología. Son reflejos de la naturaleza, de lo que ella trae y lleva, mientras las personas son figuras decorativas. Forman parte del paisaje, pero es éste el que se mueve, aunque lo haga muy lentamente o de manera casi imperceptible.

El autor busca una experiencia sensorial, y la encuentra casi siempre. Los colores son ocres y parduzcos. Nada que ver con la Galicia verde. El mar y el cielo tampoco son azules. Tiran más bien a grises. Las tradiciones agitan el ambiente y, sin embargo, la paleta cromática rompe con ellas. Hay brujas y fantasmas. La línea principal conduce al esoterismo y cuanto más se acerca a él la película es más valiosa por mucho que no pueda tener un especial calado entre las mayorías.

El film es críptico, como su temática, experimental. Un riesgo que se compensa con los premios acumulados en festivales, como sucedió con Costa da Morte. Las imágenes nos atrapan pese a que parezca que no existe una historia. La hay, y más fuerte de lo que parece. La desaparición de El Rubio es trascendente y hay que mirar detrás de esa amalgama de sonidos y planos alargados para descubrir un argumento tan ancestral como nuevo. Ante todo, auténtico.

From → Cine

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